El balance de nuestras expectativas
- Si lo Hubiera Pensado Blog
- Sep 11, 2022
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Hace unos años, entre el afán interminable, alguien me dijo una frase que quedó profundamente marcada en mi forma de hacer las cosas.
“Las expectativas dañan el disfrute de las cosas.”
Y luego de pensarlo por unos instantes, todas mis desilusiones, quejas, y hasta los agradecimientos cobraron un nuevo sentido. Fui repasando muchos de mis recuerdos, comparando en muchas de estas situaciones cuáles eran mis resultados esperados con cómo resultaron las cosas, e identificando muchas otras que sucedieron sin esperarlas. Tiene tanto peso en mí el reconocer cuándo mis expectativas afectan mis posibilidades, que esa frase se ha convertido en una especie de mantra en mientras sigo tratando de navegar mi vida de la forma más objetiva posible.
Las expectativas son importantes. Son suposiciones, creencias, ilusiones que sirven como el principal mecanismo de nuestro cerebro para interpretar el mundo al que pertenecemos. Continuamente vamos generando nuevas expectativas y comparándolas a los estímulos que vamos percibiendo. Es un proceso continuo con el cual vamos moldeándolas, junto a las cosas que aprendemos, experiencias, nuestros valores, y nuestra educación, e influye en cómo nos relacionamos con los demás, la imagen que tenemos sobre nosotros mismos.
En numerosas ocasiones, nuestras expectativas funcionan como catalizadores de nuestras transformaciones. La mitología griega cuenta la historia del escultor Pigmalión, quien para complacer a un rey de Chipre que no lograba enamorarse, elaboró una escultura de marfil a la que llamó Galatea. El rey, asombrado por la perfección de Galatea, pidió a Venus que la convirtiese una mujer de verdad. Tanto queso creer que la escultura estaba viva que finalmente consiguió que así fuese. La historia de Pigmalión y Galatea, sirve de referencia para nombrar el fenómeno que en psicología se conoce como el efecto Pigmalión, reconociendo que haremos todo lo que sea posible para que nuestras expectativas se conviertan en realidad.
Tener expectativas es bueno si sabemos manejarlas correctamente. Necesitamos tener nuestra vara de referencia lo suficientemente alta para sentirnos motivados, y las expectativas terminan en muchas ocasiones sirviendo como norte para nosotros tomar acción y en consecuencia lograr nuestros objetivos. Esto es especialmente cierto en entornos académicos y laborales, siempre que las metas y expectativas sean transparentes y realizables en el tiempo.
Cuando la realidad cumple con nuestras expectativas, nuestro cerebro produce pequeñas dosis de dopamina. La dopamina es un neurotransmisor que regula la motivación en el cerebro, conocida también como la “hormona de la felicidad”. Cuando la realidad es aún mejor, mayores cantidades de dopamina generan canales neurológicos que a largo plazo, producen nuestro entendimiento de la satisfacción y nuestro sentido de la remuneración.
¿Y qué pasa cuando las cosas no son tan buenas como esperábamos? Se trata de la mayoría de los casos, y usualmente es aquí donde empieza a formarse el fenómeno de la ansiedad. Por ejemplo, si vamos caminando por la acera y nos tropezamos con un hoyo, la realidad es peor que nuestra expectativa de tener una acera plana y segura. Ante el tropiezo, nuestro cerebro genera cortisol, la hormona que responde al estrés, haciéndonos estar más alertas e inspeccionando todo. Estas dosis de cortisol de forma recurrente se convierten en esos patrones de pensamiento que reconocemos como ansiedad.
Cuando nos aferramos demasiado a nuestras expectativas, sin importar que la realidad sea mejor o peor, tenemos un problema. Hemos hablado anteriormente del apego, y este es otro escenario en el que cerrarnos a lo que queremos que sea, desemboca en sentimientos de frustración y desamparo. Si nuestras expectativas se apoderan de nosotros, puede pasar una de múltiples cosas, o todas simultáneamente:
Perdemos el disfrute del momento presente al concentrarnos únicamente en compararlo con lo que esperábamos.
Nuestro ego toma el control de las cosas, nos volvemos inflexibles y esto afecta nuestra relación con los demás.
Nos gobierna la creencia de “lo que tiene que ser” y dejamos de ver las cosas como son.
Dejamos pasar otras oportunidades y de explorar otros horizontes.
Lo más riesgoso de nuestras expectativas es que nos generan sesgos inconscientes ante todo lo que nos rodea. Mientras más afincados estamos sobre nuestras creencias, somos menos abiertos a percibir las posibilidades que nos rodean y las sorpresas agradables que pueden surgir en el día a día. Es muy probable que hagamos interpretaciones erróneas de los hechos a nuestro alrededor. Y la realidad es que muchas veces los cambios y oportunidades más trascendentales de nuestra vida se generan de forma inesperada. Nuestras expectativas son un primer paso, pero no deben ser todo.
En mi versión más radical, me auto prometí vivir una vida sin expectativas. Pero debo reconocer que es casi imposible, por no decir que absolutamente lo es. Lo más sano es ser realistas con ellas y saber tomarlas con pinzas. Ser conscientes de que vivimos en un mundo incierto, y estar dispuestos a ajustarlas frecuentemente para adaptarnos a las múltiples situaciones que nos va tocando vivir. Ojo, esto es más fácil decirlo que hacerlo. Nuestras expectativas se forman con nuestros aprendizajes de pasadas experiencias, por lo que son sumamente difíciles de desaprender. Estamos programados para vivir en contextos constantes, no para reformular nuestra forma de pensar y de ser con cada nuevo estímulo o situación que se presente.
¿Cómo entonces navegamos nuestra vida, sabiendo que nuestro principal mecanismo de interpretación de las cosas, puede jugarnos en contra tan fácilmente? Hay diversas opciones, pero todas coinciden en un mismo valor: la compasión. En primer lugar, compasión hacia nosotros mismos, escuchando nuestras verdaderas necesidades y perdonando nuestras faltas. Compasión hacia los demás, quienes también llevan sus propias luchas internas a causa de sus expectativas. Y compasión hacia nuestro entorno, apreciando todas esas cosas que no podemos controlar y tomándolas cómo son, sorpresas y hechos que corren su propio curso, fuera de nuestro margen de maniobra.
Este cambio de paradigma nos permite cambiar el chip de la nostalgia por lo que creíamos que debía ser, y ser más receptivos hacia los horizontes que no teníamos en mente. Nos invita a vivir dispuestos a construir nuevas realidades. Nos hace mucho más adaptativos, flexibles y resilientes. Y es aquí cuando las expectativas empiezan a ser tan solo el comienzo de un horizonte mucho más extenso, uno listo para explorar.
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