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Quiebres

El calor congela el tiempo, aunque el reloj sigue corriendo. El sol brilla. Las horas pasan lento, cada vez más lento. Sobre una mesa torcida y quebradiza, caen monedas. Ciento treinta, ciento cuarenta, ciento sesenta y cinco, ciento sesenta y seis. Es suficiente para dos paqueticos de avena, una funda de pan y leche, a lo mejor. En su mente solo pasan las oraciones de que su marido haya encontrado alguna construcción, aún si fuese solo por hoy.


Dentro de una semana y media hay que pagar el alquiler, y el dinero que tienen apenas les da para comer los próximos tres días. Pedir una prórroga una vez más ya se hace tedioso. La última vez incluso tuvieron que pedir a los vecinos para completar el pago, y no es que los otros tuviesen mucho más, pero comprendían la precariedad de su situación. Sus ojos se llenaban de lágrimas debido a la impotencia que surgía en el momento. Sus hijos, su hogar, todo como ella siempre juró que no sería.


En ese instante se escuchan ligeros pasos y carcajadas que se avecinan. Los niños gritan y juegan como si fuese su último día. Ella agarra a su cría más pequeña, Yhanny, de tres años, y la abraza, como si nunca lo hubiese hecho antes, aunque en verdad lo hace así todos los días. Ella es su único consuelo. Sus hijos son su único consuelo. Yhanny sale a correr otra vez y su madre la observa desaparecer en lo lejos, cada vez más lejos.


Ya hacía cuatro meses que estaban en esta situación. Desde que Raúl perdió su empleo las cosas habían ido en picada. Llegaron ocasiones en las cuales su familia duraba días sin comer, y cuando aparecía algo, distribuirlo era la labor más latosa. Se sentía miserablemente hundida en un pozo inescapable, al cual arrastraba a sus seres más queridos poco a poco.


Como muchos otros, Raúl y Dina, como se hacían llamar en su nuevo país, habían emigrado huyendo de la extrema pobreza y la violencia de su tierra, con la promesa de vivir una vida mejor. Tras ahorrar unos dos años, consiguieron lo suficiente para cruzar la frontera, mas no para mantenerse a flote por mucho tiempo. Fue así como Raúl acabó trabajando como obrero aún cuando poseía un título universitario, pues ninguna empresa decidió contratarlo debido a sus orígenes. Dina, por un tiempo trabajó como servicio doméstico, pero luego de la pandemia, recuperar su empleo fue imposible, sobre todo por no tener donde dejar a los niños.


Poco a poco la familia y las responsabilidades fueron creciendo, pero no los logros. Hasta que, hoy, se encuentra Dina contando monedas, mientras sus hijos juegan afuera desatendidos, y Raúl trata de conseguir el sustento. He ahí la rutina de la familia de un obrero.


Sus pasitos se escuchan de cerca, pero no de lejos. Y así Yhanny corre y corre por todo el barrio, a sus anchas, sin mirar atrás, ni adelante, ni a los lados, nada importa más que ella. Su risa resuena en todas partes, anima el día de todos los vecinos, o al menos así lo hizo. Y así pasaba la tarde, tranquila, y casual, llena de miseria y tristeza, hambre, y sobre todo, frustración.


El sol calentaba el techo de zinc creando en la casa el efecto de un horno. Así que Dina decidió sentarse afuera un rato, para pensar. Los carros pasaban, destartalados, por una vía y por otra frente a ella, en las calles molidas y arenosas de los alrededores. La música, las fichas que caen sobre la mesa, los gritos, todo característico de su pueblo, del barrio. Los carros y motores que iban y venían por la calle sin mirar a quién. Y por ahí regresaba su vida, personificada en esa pequeña criatura que la daba su razón para luchar, para existir. Sus ojos se encontraron con los suyos y, por un momento, volvió a sentirla dentro de sus entrañas, como había sido alguna vez. Ahí quedó todo.

Un grito dio a saber lo que nadie quiso suponer. La agonía se suspendió en la atmósfera, y terminaron dos vidas, la de un pequeño cuerpo, y la de un gran corazón.

 
 
 

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